¿Por qué nos despertamos a la hora acostumbrada aunque el cuarto esté a oscuras, tenemos hambre más o menos en los mismos momentos del día y empezamos a sentir sueño al terminar la jornada?

La explicación de estos llamativos comportamientos involuntarios empezó a postularse hace décadas: todos los organismos vivos tenemos «relojes» internos que gobiernan nuestros procesos fisiológicos y que nos ayudan a anticiparnos y adaptarnos a nuestro medio ambiente. La vida en la Tierra sigue el compás de estos ciclos que se cumplen aproximadamente cada 24 horas, los ritmos circadianos.

Los norteamericanos Jeffrey C. Hall, de la Universidad de Maine, Michael Rosbash, de Brandeis, y Michael W. Young, de la Universidad Rockefeller resultaron elegidos este año para compartir el Nobel de Medicina precisamente por haber logrado dilucidar el exquisito mecanismo molecular que impulsa el tic tac de esos relojes celulares.

Trabajando en moscas de la fruta (Drosophila melanogaster), los científicos identificaron un puñado de genes y las proteínas que estos sintetizan, y mostraron cómo sostienen una danza acompasada que determina no sólo nuestros niveles de actividad, sino también el ritmo de secreción de ciertas hormonas, la temperatura corporal, el funcionamiento de nuestros riñones, la frecuencia cardíaca.

«No hay aspecto de la fisiología que no esté directa o indirectamente influida por los relojes biológicos«, dice Fernanda Ceriani, investigadora del Conicet en el Instituto Leloir y coautora de un paper con uno de los laureados, Michael Rosbash, que hace pocos días estuvo de visita en Buenos Aires para participar del congreso anual de la Sociedad Argentina de Neurociencias.

Hoy se sabe que desajustes crónicos en estos relojes biológicos, como cuando nuestra agenda trastoca nuestros horarios de sueño o los momentos apropiados para alimentarnos, se asocian con enfermedades como la obesidad, la diabetes tipo 2 y hasta algunos tipos de cánceres. «Los relojes biológicos modulan cuándo estamos más listos para aprender o para hacer actividad física, y hasta cuándo es conveniente administrar ciertos medicamentos», explica Ceriani, que a fines de los ochenta, mientras trabajaba en los Estados Unidos, integró un grupo que competía con Rosbash en la identificación de estos engranajes.

La maquinaria molecular del reloj biológico funciona con exquisita exactitud por un mecanismo molecular de retroalimentación autosostenida: el gen period sintetiza una proteína (PER) que se acumula en las células durante la noche y se degrada durante el día por la luz. Esto lo descubrieron Hall y Rosbash. Pero había una pieza faltante en el rompecabezas: para detener la actividad de per, la proteína tiene que entrar al núcleo, donde se encuentran los genes.

Young entonces descubrió un segundo gen, al que llamó timeless, y que codifica la proteína TIM, que se degrada con la luz. Cuando TIM se une a PER, le permite entrar al núcleo celular. Young también identificó otro gen, al que llamó doubletime, que sintetiza la proteína DBT, degrada la proteína PER y refuerza la sincronía de la oscilación del reloj para acercarla al ritmo de 24 horas. «Es un proceso extremadamente largo y muy preciso «, apunta Ceriani.

Hoy se conocen alrededor de una docena de genes que intervienen en la modulación de los ritmos biológicos. «Todas las formas de vida tienen ciclos circadianos de aproximadamente 24 horas, lo que constituye una indicación de la importancia de estar sincronizados con el medio ambiente -subraya Ceriani-. La clave ambiental más importante para los organismos terrestres es el ciclo de luz/oscuridad. Pero, por ejemplo, las mareas pueden ser un sincronizador suficientemente fuerte para los que viven en el mar. Y en especies como nosotros (y, curiosamente, también Drosophila), las claves sociales, la presencia de pares, también actúa como sincronizador.»

Se sabe que los relojes biológicos pueden alterarse en los trabajadores por turnos, como las enfermeras, los médicos o los pilotos de avión. A partir de los descubrimientos de los tres laureados, la biología circadiana abrió un campo vasto y altamente dinámico en el que hoy trabajan muchos laboratorios en el mundo, algunos de ellos en la Argentina.

«Es un premio más que merecido, en especial para Rosbash, cuyas contribuciones fueron fundamentales para la identificación de cada una de las piezas y que fue el primero en darse cuenta de que los niveles de estas proteínas cambian a lo largo del día -dice Ceriani-. Es más, Seymour Benzer (fallecido en 2007), que fue el primero en utilizar Drosophila como especie modelo para demostrar que los genes pueden impactar en el comportamiento, merecía él mismo este Nobel ya que disparó todo el campo de la neurobiología del comportamiento.»

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