El Kintsugi es una técnica centenaria japonesa que consiste en reparar piezas de cerámica rotas, esta práctica plantea que no tiene sentido ignorar las heridas del alma, lavarlas o disimularlas. Por el contrario, revaloriza la belleza de las cicatrices: las roturas forman parte de la historia del objeto, lo hacen único y definen su identidad.

 

El proceso de sanación emocional deja marcas, cicatrices que bien pueden dejarse a la vista u ocultarse con recelo. Pero según el kintsugi, una técnica centenaria japonesa que consiste en reparar piezas de cerámica rotas y que es también una filosofía de vida, ningún sentido tendrá ignorar las lastimaduras, lavarlas o disimularlas. Por el contrario, esta práctica revaloriza la belleza de las cicatrices: las roturas forman parte de la historia del objeto, lo hacen único y definen su identidad.

 

El valor está en la imperfección, en el desgaste. Así, bajo la premisa de esta práctica, un cuenco destrozado podrá ser ornamentado con encaje y la unión de los fragmentos ser unida con un barniz espolvoreado de oro, plata o platino. Claro que con las roturas del corazón no es tan sencillo como con las piezas de cerámica. Y lleva tiempo. En el kintsugi la etapa de secado es clave para la recomposición del objeto porque es justamente lo que garantiza su solidez y durabilidad.

 

En los procesos emocionales es el duelo el que da cuenta del procedimiento de cicatrización. Que la pérdida se entienda y todo el psiquismo se reorganice no es algo que suceda de un momento a otro. Para que haya posibilidad de rescate, analiza la médica psiquiatra y psicoanalista Lía Rincón, hay que dejar lugar a la tristeza. Permitir que la angustia drene por los poros. Más cuando hay heridas casi letales, que son muy complejas de cerrar.

 

Ante una ausencia repentina, compara la especialista, la imagen que aparece y que la mente debe afrontar está: una mano a la que le sacan sin aviso el vaso que sujetaba y la invade el sentimiento de que ya no sirve para nada. No hay sentido alguno. «En el proceso de recomposición psíquica uno busca poder cargar de libido (o energía vital) otros objetos» (en el sentido psicoanalítico cuando se refiere a investir personas, asuntos, trabajos).

Recién después de transitar ese momento somos capaces de sentir que ese «hombre», por ejemplo, no es el único al que vamos a amar o «ese trabajo» era uno entre otras tantas posibilidades y podemos obtener experiencia del dolor antes de que la herida destruya todos los aspectos de la vida. Ese aprendizaje es el que nos modifica y es, siguiendo el kintsugi, el que va configurando una trama en nuestra superficie que viene a definirnos como seres únicos y también viene a fortalecernos.

Nadie vería la serie si mostrara a una pareja que enamora, se casa, tiene hijos, no hay conflicto. Fin. El drama es constitutivo. Equivocadamente, a veces pensamos que, si mostramos nuestra vulnerabilidad, si dejamos traslucir nuestros sentimientos no tan positivos la gente no va a querernos, cuando el efecto que provoca mostrarnos de manera genuina es el contrario. Somos seres empáticos. Cuando yo me abro, al otro se le activan también sus propias heridas, especialmente las que traemos desde la primera niñez, como el miedo al abandono o a la falta de aprobación.

El problema es que en ocasiones tenemos una tendencia a consolar y responder antes de simplemente escuchar o conectar con el otro. El dolor nos incomoda, preferimos no ver las partes oscuras. Es cuando sin detenernos realmente lanzamos conclusiones, ensayamos soluciones o empujamos al confesor a que salga lo antes posible de su estado lastimoso: «Dale, salgamos, ya pasó mucho tiempo, te va a hacer bien», «la vida es una, hay que divertirse», «juega, tírate al mar, decirle a tu mujer que la quieres». Suelta. El imperativo de la alegría permanente y el goce fugaz y cortoplacista aniquila toda posibilidad de cura emocional.

Son interrupciones que postergan la cicatrización real. Antes de ser resueltas, las heridas piden primero ser abrazadas. Necesitan ser miradas de frente, que bajemos a las profundidades para empezar a ser remendadas. La felicidad, aunque pueda sonar pesimista, es una consecuencia de las decisiones que tomamos y de haber entrado a los lugares donde entramos. Porque al final, dice Husni, siempre hay recompensa. Llega cuando sentís que estás atravesando con entereza y recursos los obstáculos y dificultades que te pone la vida y conectas con ese grado de plenitud que nada tiene que ver con la rapidez y el impulso frenético o escapista. Cuando te decís a vos mismo «qué bien, pude salir de acá sin golpearme tanto»; recién ahí, siguiendo a los cultivadores del arte del kintsugi, las grietas fracturadas comienzan a modelarse y mostrar su esplendor dorado, digno de veneración.