No soy ni la primera ni la última que, una mañana cualquiera, se queda mirando un test de embarazo esperando confirmar que el retraso es fortuito y, ¡oh, sorpresa!, aparece la doble línea rosa. Lo atípico del acontecimiento es que suceda justo un día antes de que se declare en España el estado de alarma por la pandemia de SARS-COV-2. La incertidumbre asoma al instante. ¿Y ahora qué?

Para intentar despejar las dudas llamo a mi centro de salud. Y en pocos segundos tengo a la matrona al otro lado del teléfono dándome la enhorabuena y rellenando a toda prisa la cartilla de embarazo mientras me cose a preguntas.

«Vale, ya lo tengo todo apuntado. ¡Vaya momento habéis elegido! —me reprende, medio en serio, medio en broma—. Espera un segundo, que te doy cita sobre la marcha para la primera analítica. Pero por favor, vente en coche, aunque vivas a dos pasos. Así te tomas el jarabe de glucosa sentadita en tu vehículo y vuelves una hora después a sacarte sangre. Hazme caso que, aunque el Gobierno no lo diga, las embarazadas sois población de riesgo ahora mismo porque estáis inmunodeprimidas».

“Es cierto que el embarazo provoca algunos cambios, pero eso no quiere decir que las embarazadas estén inmunodeprimidas»

De toda su retahíla me quedo con el final. ¿Inmunodeprimidas? Y mi mente periodística coge esa etiqueta con pinzas hasta contrastarlo. La primera fuente que me viene a la mente es Ignacio J. Molina, inmunólogo de la Universidad de Granada, uno de los españoles que más sabe sobre cómo funcionan nuestras defensas.

«Es cierto que el embarazo provoca algunos cambios en el sistema inmunitario, pero eso no quiere decir en absoluto que las embarazadas estén inmunodeprimidas. Lo que está claro es que la respuesta inmunitaria durante la gestación es fascinante: piensa que, a pesar de que rechazamos un riñón trasplantado mientras no sea 100 % compatible, no se rechaza al feto, que con respecto a la madre es solamente un 50 % compatible», cuenta a SINC. Y eso ocurre a la vez que las defensas se mantienen ojo avizor para defendernos ante posibles infecciones. Una paradoja inmunológica en toda regla.